LAS PIEDRAS DEL CIELO
Las piedras del cielo
[1970]
De endurecer la tierra
se encargaron las piedras:
pronto
tuvieron alas:
las piedras
que votaron:
las que sobrevivieron
subieron
el relámpago,
dieron un grito en la noche,
un signo de agua,
una espada violeta,
un meteoro.
El cielo
suculento
no solo tuvo nubes,
no solo espacio con olor a oxígeno,
sino una piedra terrestre
aquí y allá, brillando,
convertida en paloma,
convertida en campana,
en magnitud, en viento
penetrante:
en fosfórica flecha, en sal del cielo.
El cuarzo abre los ojos en la nieve
y se cubre de espinas,
resbala en la blancura,
en su blancura:
fabrica los espejos,
se retraía en estratos y facetas;
es el erizo blanco
de las profundidades,
el hijo de la sal que sube al cielo,
el azahar helado
del silencio,
el canon de la espuma:
la transparencia que me destinaron
por virtud del orgullo de la tierra.
Turquesa, te amo como si fueras mi novia,
como si fueras mía:
en todas partes eres:
eres recién lavada,
recién azul celeste:
recién caes del cielo:
eres los ojos del cíelo:
rompes la superficie
de la tienda y del aire:
almendra azul;
uña celeste:
novia.
Cuando todo era altura,
altura,
altura,
allí esperaba la esmeralda fría,
la mirada esmeralda:
era un ojo:
miraba
y era centro del cielo,
el centro del vacío:
la esmeralda
miraba:
única, dura, inmensamente verde,
como si fuera un ojo
del océano,
ojo inmóvil del agua,
gota de Dios, victoria
del frío, torre verde.
(Es difícil decir lo que me pasó en Colombia, patria reconocida de las supremas esmeraldas. Sucede que allí buscaron una para mí, la descubrieron y la tallaron, la levantaban en los dedos todos los poetas para ofrecérmela, y, ya en lo alto de las manos de todos los poetas reunidos, mí esmeralda ascendió, piedra celestial, hasta evadirse en el aire, en medio de una tormenta que nos sacudió de miedo. En aquel país las mariposas, especialmente las de la provincia de Muzo, brillan con fulgor indescriptible y en aquella ocasión, después de la ascensión de la esmeralda y desaparecida la tormenta, el espació se pobló de mariposas temblorosamente azules que oscurecieron el sol envolviéndolo en un gran ramaje, como si hubiera crecido de pronto en medio de nosotros, atónitos poetas, un gran árbol azul.
Este acontecimiento sucedió en Colombia, departamento de Charaquira, en octubre de 194... Nunca recuperé la esmeralda.)
Busqué una gota de agua,
de miel, de sangre: todo
se ha convertido en piedra,
en piedra pura:
lágrima o lluvia, el agua
sigue andando en la piedra;
sangre o miel caminaron
hasta el ágata.
El río despedaza
su luz líquida,
cae
el vino a la copa,
arde su suave fuego
en la copa de piedra:
el tiempo corre
como un río roto
que lleva graves muertos,
árboles despojados
de susurro, todo
corre hacia la dureza:
se irán el polvo, el otoño,
los libros y las hojas,
el agua: entonces
brillará el sol de piedra
sobre todas las piedras.
Oh actitud sumergida
en la materia,
opaco muro que resguarda
la torre de zafiro,
cáscaras de las piedras
inherentes
a la firmeza y la docilidad,
al ardiente secreto
y a la piel permanente de la noche,
ojos adentro,
adentro
del escondido resplandor,
callados
como una profecía
que un golpe claro desenterraría.
Oh claridad radiante,
naranja de la luz petrificada,
íntegra fortaleza de la luz
clausurada en lentísimo silencio
hasta que un estallido
desentierre el fulgor de sus espadas.
Largos labios del ágata marina,
bocas lineales, besos
transmigrados,
ríos que detuvieron sus azules
aspas de canto inmóvil.
Yo conozco
el camino
que transcurrió de una edad a una edad
hasta que fuego o vegetal o líquido
se transformaron en profunda rosa.
en manantial de gotas encerradas,
en patrimonio de la geología.
Yo duermo a veces, voy
hacia el origen, retrocedo en vilo
llevado por mi condición intrínseca
de dormilón de la naturaleza,
y en sueños extravago
despertando en el fondo de las piedras.
Un largo día se cubrió de agua,
de fuego, de humo, de silencio, de oro,
de plata, de ceniza, de transcurso,
y allí quedó esparcido el largo día:
cayó el árbol intacto y calcinado,
un siglo y otro siglo lo cubrieron
hasta que convertido en ancha piedra
cambió de eternidad y de follaje.
Yo te invito al topacio,
a la colmena
de la piedra amarilla,
a sus abejas,
a la miel congelada
del topacio,
a su día de oro,
a la familia
de la tranquilidad reverberante:
se trata de una iglesia
mínima, establecida en una flor,
como abeja, como
la estructura del sol, hoja de otoño
de la profundidad más amarilla,
del árbol incendiado
rayo a rayo, relámpago a corola,
insecto y miel y otoño
se transformaron en la sal del sol;
aquella miel, aquel temblor del mundo,
aquel trigo del cielo
se trabajaron hasta convertirse
en sol tranquilo, en pálido topacio.
Del estallido a la ruptura férrea,
de la grieta al camino,
del sismo al fuego, al rodamiento, al río,
se quedó inmóvil aquel corazón
de agua celeste, de oro,
y cada veta de jaspe o sulfuro
fue un movimiento, un ala,
una gota de fuego o de rocío.
¿Sin mover o crecer vive la piedra?
¿Tiene labios el ágata marina?
No contestaré yo porque no puedo:
así fue el turbulento génesis
de las piedras ardientes y crecientes
que viven desde entonces en el frío.
Yo quiero que despierte
la luz encarcelada:
flor mineral, acude
a mi conducía:
los párpados levantan la cortina
del largo tiempo espeso
hasta que aquellos ojos enterrados
vuelvan a ser y ver su transparencia.
El liquen en la piedra, enredadera
de goma verde, enreda
el más antiguo jeroglífico,
extiende la escritura
del océano
en la roca redonda.
La lee el sol, la muerden los moluscos,
y los peces resbalan
de piedra en piedra como escalofríos.
En el silencio sigue el alfabeto
completando los signos sumergidos
en la cadera clara de la costa.
El liquen tejedor con su madeja
va y viene sube y sube
alfombrando la gruta de aire y agua
para que nadie baile sino la ola
y no suceda nada sino el viento.
Piedra rodante, de agua o cordillera,
hija redonda del volcán, paloma
de la nieve,
descendiendo hacia el mar dejó la forma
su cólera perdida en los caminos,
el peñasco perdió su puntiaguda
señal morral, entonces
como un huevo del cielo entró en el río,
siguió rodando entre las otras piedras
olvidado de su progenitura,
lejos del infernal desprendimiento.
Así, suave de cielo, llega al mar
perfecta, derrotada,
reconcentrada, insigne,
la pureza.
Hay que recorrer la ribera
del lago Tragosoldo en Antiñana,
temprano, cuando el rocío
tiembla en las hojas duras del canelo,
y recoger mojadas piedras, uvas
de la orilla, guijarros
encendidos, de jaspe,
piedrecitas moradas o panales
de roca, perforados
por los volcanes o las intemperies,
por el hocico del viento.
Sí, el crisolito oblongo
o el basalto etiopista
o la ciclópea carta
del granito
allí te esperan, pero nadie acude
sino el ignoto pescador hundido
en su mercadería palpitante.
Solo yo acudo, a veces,
de mañana,
a esta cita con piedras resbaladas,
mojadas, cristalinas,
cenicientas,
y con las manos llenas
de incendios apagados,
de estructuras transparentes
regreso a mi familia,
a mis deberes,
más ignorante que cuando nací,
más simple cada día,
cada piedra.
Aquí está el árbol en la pura piedra,
en la evidencia, en la dura hermosura
por cien millones de años construida.
Ágata y cornalina y luminaria
substituyeron savias y madera
hasta que el tronco del gigante
rechazó la mojada podredumbre
y amalgamó una estatua paralela:
el follaje viviente
se deshizo
y cuando el vertical fue derribado,
quemado el bosque, la ígnea polvareda,
la celestial ceniza lo envolvió
hasta que tiempo y lava le otorgaron
un galardón de piedra transparente.
Pero no alcanza la lección al hombre:
la lección de la piedra:
se desploma y deshace su materia,
su palabra y su voz se desmenuzan.
El fuego, el agua, el árbol
se endurecen,
buscan muriendo un cuerpo mineral,
hallaron el camino del fulgor:
arde la piedra en su inmovilidad
como una nueva rosa endurecida.
Cae el alma del hombre al pudridero
con su envoltura frágil y circulan
en sus venas yacentes
los besos blandos y devoradores
que consumen y habitan
el triste torreón del destruido.
No lo preserva el tiempo que lo borra:
la cierra de unos años lo aniquila:
lo disemina su espacial colegio.
La piedra limpia ignora
el pasajero paso del gusano.
Ilustre calcedonia,
honor del cielo,
delicada,
oval, tersa, indivisa,
resurrecta,
celebro la dulzura de tu fuego,
la dureza sincera
del homenaje en el anillo fresco
de la muchacha, no eres
el carísimo infierno del rubí,
ni la personalidad de la esmeralda.
Eres rocas piedra de los caminos,
sencilla como un perro,
opaca en la infinita
transmigración del agua,
cerca de la madera
de la selva olorosa,
hija de las raíces
de la tierra.
Se concentra el silencio
en una piedra,
los círculos se cierran,
el mundo tembloroso,
guerras, pájaros, casas,
ciudades, trenes, bosques,
la ola que repite las preguntas del mar,
el sucesivo viaje de la aurora,
llega a la piedra, nuez del cielo,
testigo prodigioso.
La piedra polvorienta en un camino
conoce a Pedro y sus antecedentes,
conoce el agua desde que nació;
es la palabra muda de la cierra:
no dice nada porque es la heredera
del silencio anterior, de! mar inmóvil,
de la tierra vacía.
Allí estaba la piedra antes del viento,
antes del hombre y antes de la aurora:
su primer movimiento
fue la primera música del río.
Ronca es la americana cordillera,
nevada, hirsuta y dura,
planetaria:
allí yace el azul de los azules,
el azul soledad, azul secreto,
el nido del azul, el lapislázuli,
el azul esqueleto de mí patria.
Arde la mecha, crece el estallido
y se desgrana el pecho de la piedra:
sobre la dinamita es tierno el humo
y bajo el humo la osamenta azul,
los terrones de piedra ultramarina.
Oh catedral de azules enterrados,
sacudimiento de cristal azul,
ojo del mar cubierto por la nieve
otra vez a la luz vuelves del agua,
al día, a la piel clara
del espacio,
al cielo azul vuelve el terrestre azul.
Las pétreas nubes, las amargas nubes
sobre los edificios del invierno
dejan, caer los negros filamentos:
lluvia de piedra, lluvia.
La sociedad espesa
de la ciudad no sabe
que los hilos de piedra descendieron
al corazón de la ciudad de piedra.
Las nubes desembarcan saco a saco
las piedras del invierno
y cae desde arriba el agua negra,
el agua negra sobre la ciudad.
Entré en la gruta de las amatistas:
dejé mi sangre entre espinas moradas;
cambié de piel, de vino, de criterio:
desde entonces me duelen las violetas.
Yo soy este desnudo
mineral:
eco del subterráneo:
estoy alegre
de venir de tan lejos,
de tan tierra:
último soy, apenas
vísceras. Cuerpo, manos,
que se aparraron sin saber por qué
de la roca materna,
sin esperanza de permanecer,
decidido al humano transitorio,
destinado a vivir y deshojarse.
Ah ese destino
de la perpetuidad oscurecida,
del propio ser granito sin estatua,
materia pura, irreductible, fría:
piedra fui: piedra oscura
y fue violenta la separación,
una herida en mi ajeno nacimiento:
quiero volver
a aquella certidumbre,
al descanso central, a la matriz
de la piedra materna
de donde no sé cómo ni sé cuándo
me desprendieron para disgregarme.
Cuando regresé de mí séptimo viaje, antes de abrir la puerta de mi casa, se me ocurrió extraviarme en el laberinto rocoso de Trasmañán, entre el peñón de Tralca y las primeras casas del Quisco Sur. En busca de una anémona de color violentísimo que muchas veces, años antes; contemplé adherida a los muros de granito que la rompiente lava con sus estallidos salados. De pronto me quedé inmovilizado frente a una antigua puerta de hierro. Creí que se trataba de un despojo del mar: no era así: empujando con fuerza cedieron los goznes y entré
en una gruta de piedra amarilla que se alumbraba sola, tanta luz irradiaban grietas, estalactitas y promontorios. Sin duda alguien o algo habitó alguna vez esta morada, a juzgar por los restos de latas oxidadas que sonaron a mi paso. Llamé en voz alta por si alguien estuviera oculto entre las agujas amarillas. Extrañamente, fui respondido: era mi propia voz, pero al eco ronco se agregaba al final un lamento penetrante y agudo, Repetí la experiencia, preguntando en voz más alta aún: ¿Hay alguien detrás de estas piedras? El eco me respondió de nuevo con mi propia voz enronquecida y luego extendió la palabra piedras con un aullido delirante, como venido de otro planeta. Un largo escalofrío me recorrió clavándome a la arena de la gruta. Apenas pude zafar los pies, lentamente, como si caminara bajo el mar, regresé hacia la puerta de hierro de la entrada. Pensaba durante el esforzado retorno que si miraba hacia atrás me convertiría en arena, en piedra dorada, en sal de estalactita. Fue toda una victoria aquella evasión silenciosa. Llegado al umbral volví la cabeza entrecerrando el ala oxidada del portón y de pronto oí de nuevo, desde el fondo de aquella oscuridad amarilla, el lamento agudo y redoblado, como si un violín enloquecido me despidiera llorando.
Nunca me atreví a contar a nadie este suceso y desde entonces evito aquel lugar salvaje de grandes rocas marinas que castiga el océano implacable de Chile.
Cuando se toca el topacio
el topacio te toca:
despierta el fuego suave
como si el riño en la uva
despertara.
Aún antes de nacer, el vino claro
adentro de una piedra
busca circulación, pide palabras,
entrega su alimento misterioso,
comparte el beso de la piel humana:
el contacto sereno
de piedra y ser humano
encienden una rápida corola
que vuelve luego a ser lo que antes era:
carne y piedra; entidades enemigas.
Déjame un subterráneo, un laberinto
donde acudir después, cuando sin ojos,
sin tacto, en el vacío
quiera volver a ser o piedra muda
o mano de la sombra.
Yo sé, no puedes tú, nadie, ni nada,
otorgarme este sitio, este camino,
pero, qué haré de mis pobres pasiones
si no sirvieron en la superficie
de la vida evidente
y si no busco, yo, sobrevivir,
sino sobremorir, participar
de una estación metálica y dormida,
de orígenes ardientes.
Repártase en la crisis,
en otro génesis, en el cataclismo,
el cuerpo de la que amo,
en obsidiana, en ágata, en zafiro,
en granito azotado
por el viento de sal de Antofagasta.
Que su mínimo cuerpo,
sus pestañas,
sus pies, sus senos, sus piernas de pan,
sus anchos labios, su palabra roja
continúen la piel del alabastro:
que su corazón muerto
cante rodando y baje
con las piedras del río
hacia el océano.
El cuadrado al cristal llega cayendo
desde su simetría:
aquel que abre las puertas de la tierra
halla en la oscuridad, claro y completo,
la luz de este sistema transparente.
El cubo de la sal, los triangulares
dedos del cuarzo: el agua lineal
de los diamantes: el laberinto
del azufre y su gótico esplendor:
adentro de la nuez de la amatista
la multiplicación de los rectángulos:
todo esto hallé debajo de la tierra;
geometría enterrada:
escuela de la sal: orden del fuego.
Hay que hablar claro de las piedras claras,
de las piedras oscuras,
de la roca ancestral, del rayo azul
que quedó prisionero en el zafiro,
del peñasco estatuario en su grandeza
irregular, del vuelo submarino,
de la esmeralda con su incendio verde.
Ahora bien, el guijarro
o la mercadería fulgurante,
el relámpago virgen del rubí
o la ola congelada de la cosía
o el secreto azabache que escogió
el brillo negativo de la sombra,
pregunto yo, mortal, perecedero,
de qué madre llegaron, de qué esperma
volcánica, oceánica, fluvial,
de qué flora anterior, de cuál aroma,
interrumpido por la luz glacial?
Yo soy de aquellos hombres transitorios
que huyendo del amor en el amor
se quedaron quemados, repartidos
en carne y besos, en palabras negras
que se comió la sombra:
no soy capaz para tantos misterios:
abro los ojos y no veo nada:
toco la tierra y continúo el viaje
mientras fogata o flor, aroma o agua,
se transforman en razas de cristal,
se eternizan en obras de la luz.
Allá voy, allá voy, piedras, esperen!
Alguna vez o voz o tiempo
podemos estar juntos o ser juntos,
vivir, morir en ese gran silencio
de la dureza, madre del fulgor.
Alguna vez corriendo
por fuego de volcán o uva del río
o propaganda fiel de la frescura
o caminara inmóvil en la nieve
o polvo derribado en las provincias
de los desiertos, polvareda
de metales,
o aún más lejos, polar, patria de piedra,
zafiro helado,
antártica,
en este punto o puerto o parto o muerte
piedra seremos, noche sin banderas,
amor inmóvil, fulgor infinito,
luz de la eternidad, fuego enterrado,
orgullo condenado a su energía,
única estrella que nos pertenece.