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Neruda

GEOGRAFÍA INFRUCTUOSA

 


Geografía infructuosa
[1969-1972]


El sol

A plena luz de sol sucede el día,
el día sol, el silencioso sello
extendido en los campos del camino.

Yo soy un hombre luz, con tanta rosa,
con tanta claridad destinada
que llegaré a morirme de fulgor.

Y no divido el mundo en dos mitades,
en dos esferas negras o amarillas
sino que lo mantengo a plena luz
como una sola uva de topacio.

Hace tiempo, allá lejos,
puse los pies en un país tan claro
que hasta la noche era fosforescente:
sigo oyendo el rumor de aquella luz,
ámbar redondo es todo el cielo:
el azúcar azul sube del mar.

Otra vez, ya se sabe, y para siempre
sumo y agrego luz al patriotismo:
mis deberes son duramente diurnos:
debo entregar y abrir nuevas ventanas,
establecer la claridad invicta
y aunque no me comprendan, continuar
mi propaganda de cristalería.

No sé por qué le toca a un enlutado
de origen, a un producto del invierno,
a un provinciano con olor a lluvia
esta reverberante profesión.

A veces pienso imitar la humildad
y pedir que perdonen mi alegría
pero no tengo tiempo: es necesario
llegar temprano y correr a otra parte
sin más motivo que la luz de hoy,
mi propia luz o la luz de la noche:
y cuando ya extendí la claridad
en ese punto o en otro cualquiera
me dicen que está oscuro en el Perú,
que no salió la luz en Patagonia.

Y sin poder dormir debo partir:
para qué aprendería a transparente!

Hoy, este abierto mediodía vuela.
con todas las abejas de la luz:
es una sola copa la distancia,
el territorio claro de mi vida.

Y brilla el sol hacia Valparaíso.


Ser

Soy de anteayer como todo rumiante
que mastica el pasado todo el día.
¿Y qué pasado? Nadie
sino uno mismo, nada
sino un sabor
de asado y vino negro callado
para unos,
para otros de sangre
o de jazmines.

Yo eres el resumen
de lo que viviré, garganta o rosa,
coral gregario o toro,
pulsante ir y venir por las afueras
y por los adentros:
nadie invariable, eterno
solo porque la muchedumbre de los muertos,
de los que vivirán, de los que viven,
tienen atribuciones en ti mismo,
se continúan como un hilo roto
que sigue entrecortándose y siguiendo
de una vida a la otra, sin que nadie
asuma tanta esperma derramada:
polen ardiente, sexo, quemadura,
paternidad de todo lo que canta.

Ay yo no traje un signo
como corona sobre mí cabeza:
fui un pobre ser: soy un orgullo inútil,
un seré victorioso y derrotado.


 

 


Sucesivo


Así pues enseñémonos,
mostremos cada uno su recodo,
su canasto con peces:
aún palpita la piara
que recoges del agua,
aún vive el fuego
encendido en los otros (que es el tuyo):
examinemos sin tristeza el robo
que nos hicimos paulatinamente
y el regalo de todos que nos dimos-

Lo sucesivo que tiene la vida
es este ir y venir de los iguales:
Muerte a la identidad, dice la vida:
cada uno es el otro, y despedimos
un cuerpo para entrar en otro cuerpo.

Hombres: nos habitamos mutuamente
y nos gastamos unos a los Otros,
desconocidos e irreconciliables
como colores que se contradicen
y se reúnen en la oscuridad.

Oh amamantad ora sobre sombra,
arcilla, patria negra
que reproduce el infinito humano,
el corazón innumerable, el río
de individuos con nombre y con corbata,
con número y congoja,
latitudes pobladas de caderas,
compañeros cobrizos, hembras verdes,
razas hostiles, labios migratorios;
seres sabrosos para todo el orbe.


Todos sentados


El hombre caminando hacia, la silla:
desde aquel horizonte hasta esta noche,
desde más lejos, desde más cerca:
un paso más hasta llegar a ella,
a la silla, a sentarse en desconsuelo
o en la dicha, a sentarse a plena luz
o a comer entre todos los sentados.

No hay elección como ésta: vive el aire
sentado en esta silla de la tierra,
y cada amanecer conduce a todos
a la postura que te da una silla,
una sencilla silla de madera.

De tanto ir y romper, de tanta furia
y de cuanto se vio de amaneceres
o cazadores despuntando el día
a plena pólvora y con selva oscura,
todo termina en silla y ceremonia:
la parábola se abre para irse
hasta que se cerró sobre una silla.

No hay nadie más andando en este mundo.

 



A numerarse


Hoy es el veintisiete, un veintisiete.

¿Quién numeró los días?

¿De qué se trata?

Yo
pregunto
en este mundo, en esta tierra, en este
siglo, en este tiempo,
en esta vida numeral, por qué,
por qué nos ordenaron, nos sumieron
en cantidades, y nos dividieron
la luz de cada día,
la lluvia del invierno,
el pan del sol de todos los veranos,
las semillas, los trenes,
el silencio,
la muerte con sus casas numeradas
en los inmensos cementerios blancos,
las calles con hileras.
Cada uno a su número
gritan no solo aquellos infernales
de campamento y horno,
sino las deliciosas,
impostergables brunas
o azucaradas rubias:
nos enrollan en números que pronto
se caen de sus listas al olvido.
Yo me llamo trescientos,
cuarenta y seis, o siete,
con humildad voy arreglando cuentas
hasta llegar a cero, y despedirme.


Posesiones


El brillo
del cristal desprendido y sorprendido
sería un pez moviéndose en el cielo
si no llegara al establecimiento:
es bueno el pan o el sol sobre tu mesa:
hay que tener el mar en una copa:
la rosa en libertad es mi enemiga.
Tener palabra y libro, boca y ojos,
tener razón y luna, hallar
la silla fresca cuando tienes sombra,
el agua tuya para tu propia sed.

Yo busqué por los montes y las calles
las evidencias de mi propiedad,
muchas veces más claras que el rocío,
otras veces amargamente hostiles:
con arañas y espigas,
piedra, fulgor, caderas,
prodigios forestales o industriales,
vinos de honor, palomas, bicicletas:
agrupé los menajes
de mi sabiduría
fui siempre fugitivo y posesivo,
amé y amé y amé lo que era mío
y así fui descubriendo la existencia,
uva por uva me fui haciendo dueño
de todas las ventanas de este mundo-


Sonata con dolores


Cada vez resurrecto
entrando en agonía y alegría,
muriendo de una vez
y no muriendo,
así es, es así y es otra vez así.

El golpe que te dieron
lo repartiste alrededor de tu alma,
lo dejaste caer de ropa en ropa
manchando los vestuarios
con huellas digitales
de los dolores que te destinaron
y que a ti solo te pertenecían-

Ay, mientras tú caías
en la grieta terrible,
la boca que buscabas
para vivir y compartir tus besos
allí cayó, contigo, con tu sombra
en la abertura destinada a ti.

Porque, por qué, por qué le destinaste
corona y compañía en el suplicio,
por qué se atribuyó la flor azul
la participación de tu quebranto?

Y un día de dolores como espadas
se repartió desde tu propia herida?
Sí, sobrevives. Sí, sobrevivimos
en lo imborrable, haciendo
de muchas vidas una cicatriz,
de tanta hoguera una ceniza amarga,
y de tantas campanas
un latido, un sonido bajo el mar.


Soliloquio inconcluso


Al azar de la luz
de la distancia,
me envuelvo en esto mismo, en mi razón,
en la sinceridad de mi albedrío
y cuando salgo ya a decirme adiós
me encuentro con el mismo,
con yo, con este soy que me esperaba
y que no quiere despedirse nunca.

Adiós, adiós, le digo
y toma el mismo paso que yo dejo
y recomienza con las manos mías
a buscar en la arena o en la sombra
mis propios materiales inconclusos.

Me seguí por las mesas y los mares
de jardín en jardín, de vino en vino,
sin sorprenderme de mi identidad:
envidiándome a veces, despreciándome,
sin justificativo ni evidencia:
empeñado en la más oscura sal.
como en una estación de tantos trenes
que uno toma el de ayer, el que no existe.

No es raro que ante el hombre, el uno solo,
multiplicado, longitudinal,
el que acumula sol en su granero,
luna extendida, espadas torrenciales,
el viajero hacia donde y hacia adentro,
siempre en su ser, resplandeciente y duro,
el hombre que seré, que fui, que soy,
ante el perecedero imperecible
se pare el más reciente
con un hueso sarnoso en el hocico
y te ladre algún chacal precario,
encadenado a su amargura, amarga.

De mar a mediodía hay un transcurso
que no por ser destello es inasible
sino por ser fragancia:
olor del tiempo, estrella enardecida
por las repeticiones de la espuma
y en ese cascabel descabellado
sigo siendo mi próximo testigo.

No solo son los ojos
los que integran
la infinita limpieza, el sano cielo,
los matorrales, la salud silvestre,
sino el ir y venir de tus trabajos:
y este recomenzarte cada día,
alcanzarte cansada y renacerte,
vivirte una vez más y continuarte
volcando sombra y sangre, tierra y tierra
en lo que te tocó para sembrar,
para cavar y para cosechar,
para parir y para continuar
tu ayer y tu seguir en este mundo.


Cerezas


Sucedió en ese mes y en esa patria.

Aquello que pasó fue inesperado,
pero así fue: de un día al otro día
aquel país se llenó de cerezas.

Era recalcitrante
el tiempo masculino desollado
por el beso polar: nadie supone
lo que yo recogía en las tinieblas
(metales muertos, huesos de volcanes)
(silencios tan oscuros
que vendaban los ojos de las islas)
y ya entre los peñascos
se dio por descontado el laberinto
sin mas salida que la nieve
cuando llegó sin advertencia previa
un viento de panales que traía
el color que buscaban las banderas.

De cereza en cereza cambia el mundo.

Y si alguien duda
pido a quien corresponda que examinen
mi voluntad, mi pecho transparente,
porque aunque el viento se llevó el verano
dispongo de cerezas escondidas.


A José Caballero, desde entonces


Dejé de ver a tantas gentes,
por qué?

Se disolvieron en el tiempo.
Se fueron haciendo invisibles.

Tantas cosas que ya no veo,
que no me ven. Y por qué?

Aquellos barrios con barricas
y cuerdas y quesos flotantes
en los suburbios del aceite.

Dejé la calle de la Luna
y la taberna, de Pascual.

Dejé de ver a Federico.
Por qué?

Y Miguel Hernández cayó
como piedra dura en el agua,
en el agua dura.

También Miguel es invisible.

De cuanto amé, qué pocas cosas
me van quedando para ver,
para tocar,
para vivir.

Por qué dejé de ver el frío
del mes de enero, como un lobo
que venía de Guadarrama
a lamerme con una lengua,
a cortarme con su cuchillos
Por qué?

Por qué no veo a Caballero,
pintor terrestre y celestial,
con una mano en la tristeza
y la otra mano en la luz

A ése lo veo.

Tal vez más entrado en la tierra,
en el color, en el silencio,
enamorado, anaranjado,
viviendo un sol sobreviviente.

Así es.

A través de el veo la vida
que dejé de ver para nunca.
La dicha que yo no perdí
(porque aprendí después las cosas
luchando).

A través de su tinta ardiente
y de su arcilla delirante,
a través del puro fulgor
que lo delata,

veo lo que amé y no perdí,
y sigo amando:
calles, tierras, dulzura, frío,
la sepulcral Plaza Mayor,
el tiempo con su Sarga copa:

Y en el suelo una rosa blanca,
ensangrentada.


Troncos cortados sobre un camión
en un camino de Chile


Ocho troncos cortados
en un camión, de viaje:
de la montaña vienen,
vienen del verde duro
de Lonquimay, tierras de cielo y nieve,
mis recintos de luz, mis soledades.

Oh moribundos bosques,
follajes fríos, vértebras penúltimas
del ayer iracundo:
de la guerra española y araucana:
espadas y caballos
bajo la sorda lluvia rencorosa!

Ocho troncos tendidos
a lomo de camión, en línea recta
por los caminos de Santiago al Polo,
al Polo Sur, a la distancia blanca.
Ocho mis compañeros
de raíces cortadas
en mi propio linaje.

Hay sol, es una feria
florida, al sol, la agricultura
de un verano violento:
violeta y amarillo es el camino,
azul el obelisco
del digitalís,
el estampido
de la amapola, y por todas partes
una persecución de zarzamoras.

Es el verano de las cordilleras.

El mediodía es un reloj azul
estático, redondo, atravesado
por el lento
vuelo de un ave negra que parece
acompañar los troncos en su viaje,
seguir los árboles destituidos.


Siempre por los caminos


Amanecí nublado
entre Metronco y Villarrica, andando,
con campo adentro, robles, animales,
y el corazón nublado,
metido bajo extensas nubes verdes,
nubes lluviosas, negra geografía.

Hay que morder silencio
en las mañanas, por estos caminos
con caballos echados, transparentes
bajo la luz oblicua
mientras el sol de ayer, el de mañana
viven en otra parte,
por otras tierras adonde no estoy,
en la otra mitad del mismo día.

Y escogí esta ceniza,
esta mañana de ojos plateados
adentro de mí mismo:
yo continué los ríos pedregosos
y las vacilaciones de la luz:
amaneciendo
entre el sol y mis ojos se abrían,
entre este territorio y mi destino
se dispuso la llave de la lluvia.

Y abrió sus cerraduras el invierno.


Sigue lo mismo


Es tarde y es temprano a cada hora:
a cada resplandor, a cada sombra
nos amanece cada atardecer:
el tiempo inmóvil
enmascara
su rostro inevitable
y muda sin cambiar su vestidura:
noche o delgada aurora,
largo silencio de los ventisqueros,
manzana arrebolada del estío:
todo es tan pasajero como el viento:
el tiempo aguarda, inmóvil;
sin color ni calor, sin sol ni estrella:
y es este absolutismo el que nos reina:

adiós! adiós! Y no se altera nada.


Pero tal vez


Sí, no se altera nada pero tal vez se altera
algo, una brizna, el aire, la vida, o en fin, todo,
y cuando ya cambió todo ha cambiado,
se ha ido también, con nombre y huesos.

Bien, bien, un día más: qué grande es esto:
como saltar en un nuevo vacío
o en otros unos mas, en otro
reino de pasajeros: el asunto
nunca termina cuando ha terminado
y cuando comenzó no estás presente.

Y por qué tanta flor, tanto linaje
vegetal extendido, levantando
pistilos, polen, luz, insectos, luna
y nuestros pies y nuestras bocas llenas
de palabras, de polvo
perecedero,
aquí embarcados, aquí desarrollados
a plena deliciosa luz de cielo?

¿Y por qué? ¿Para qué? ¿Pero por qué?

 



Hacia tan lejos


A la Isla de Pascua y sus presencias
salgo, saciado de puertas y calles
a buscar algo que allí no perdí.

El mes de enero, seco
se parece a una espiga:
cuelga de Chile su luz amarilla
hasta que el mar lo borre
y yo salga otra vez a regresar.

(Estatuas que la noche construyó
y desgranó en un circulo cerrado
para que no las viera sino el mar.)

Viajé a recuperarías, a erigirlas
en mi domicilio desaparecido,
y aquí rodeado de presencias grises,
de blancura espacial, de movimiento
azul, agua marina, nubes, piedra,
recomienzo las vidas de mí vida.


De viajes


El aparente mar, el mar redondo
del navío, sin alas,
liso, extendido en el final del día,
y yo, yo que soy tu, yo que no soy,
ensimismado pasajero, raza
de honor gastado en piedras y arenales,
aquí esperando a la misma hora siempre
la tiniebla de cada día.

Porque, después de todo o antes de eso
qué hay entre luz y luz sino el transcurso?

Y cada día con su copa abierta
nos entrega y nos roba claridad
hasta que naufragamos en la sombra
con el navio y con los pasajeros,
con el pequeño mundo de aquel día.

Hasta mañana, rayo.

Hasta la luz, noche sombría.

Hasta verte otra vez alrededor,
cielo del día, cinturón del mar,
hasta ser otra vez y transcurrir
de nuevo dirigidos
por voluntad del sol o de la sombra.



Sonata de Montevideo


Cuando brotaba sangre
de la ciudad, por grietas
se deslizaba, inmóvil
como un lagarto lento,
y en cada casa de Montevideo
algún tipo de duelo, de odio, de error, de duda,
de recelo, de honor o de terror
cundía sin que nadie pareciera
cerca del fin, de algún final, y todos
callaban o iban ciegos mirándose,
iban ciegos callándose
o con ojos abiertos sin saber dónde iban,
los secuestrados, los secuestradores,
con madres en pena por un lado y otro,
con asesinos, con asesinados,
en casas rotas que se desangraban
de irse quedando tantas veces heridas
o colas de pescado y revoltijo
de papeles y barro, arena, cáscaras
de cebolla, sombreros perdidos, fruta muerta
como si a la orgullosa, a al ciudad de largos peces
plateados como espadas, le hubiera caído una nube
que no se abría, que no dejaba lluvia
sino una sombra seca, de cartón que cruje,
una nube opresora que tal vez
no bajó de arriba sino que subió de abajo,
del amor polvoriento, de la tierra pelada,
de las habitaciones que nunca tuvieron tiempo
para la dicha: aquella nube en verdad
la toqué viniendo de mi país, al pasar,
y pensé que el martirio del hombre es la transición,
la tierra de nadie en que cuatro pies avanzan,
dos de cada lado, dos pies, seguidos de dos manos,
seguidos de dos ojos ciegos que se quieren matar.

Oh tiempo que me ha tocado compartir con mi enemigo
y con mí amigo, hora amarga
entre todas las horas que se me destinaron:
te repites aquí, en un viaje, entre las cordilleras y el dolor
como si mi destino, para llegar al mar,
fuera absorber el luto
de los remotos y de los cercanos,
como el pan mojado por las lágrimas.

Por eso, atlántico mar, cerca de Santos,
agradezco tu día sosegado:
un ancho huevo azul es el espacio, una copa
volcada, transparente; y el mar parece duro
en la verdad de su infinito rostro.

(Sí, gracias, intranquila permanencia,
naturaleza al fin, rosa insalvable
otra vez pura, imperecedera tal vez,
inalcanzada por el conflicto terrestre,
humana o inhumana, sin manchas de odio o amor,
sin lucha justa, sin esperanza y sin sangre.)


Paisaje en el mar


El rey azul es un día elevado
sobre el mar, sobre codos los navíos,
un rey inaccesible
duro en su molde,
impersonal, remoto
como una nube, como una mirada
y todo lo demás es cuerpo y ojos,
cuerpo celeste, párpado del cielo,
copa intachable de su vino azul.


A plena ola


Es muy serio el viento del mes de marzo en el océano:
sin miedo: es día claro, sol ilustre,
yo con mil otros encima del mar
en la nave italiana que retorna a Nápoles

Tal vez trajeron todos sus infidelidades,
enfermedades, tristes papeles, deudas, lágrimas,
dineros y derrotas en los números:
pero aquí arriba es difícil jugar con la razón
o complacerse con las desdichas ajenas
o mantenerse heridos por angas o por mangas:
hay tal ventolera que no se puede sufrir:
y como no veníamos preparados
aun para ser felices, aún y sin embargo
y subimos puentes y escalas para reflexionar,
el viento nos borró la cabeza, es extraño:
de inmediato sentimos que estábamos mejor:
sin cabeza se puede discutir con el viento.

A todos, melancólicos de mi especialidad,
los que inútilmente cargamos con pesadumbre propia
y ajena, los que pensamos tanto en las pequeñas cosas
hasta que crecen y son más grandes que nosotros,
a todos recomiendo mi claro tratamiento:
la higiene azul del viento en un día de sol,
un golpe de aire furioso y repetido
en el espacio atlántico sobre un barco en el mar,
dejando sí constancia de que la salud física
no es mi tema: es el alma mi cuidado:
quiero que las pequeñas cosas que nos desgarran
sigan siendo pequeñas, impares y solubles
para que cuando nos abandone el viento
veamos frente a frente lo invisible.


Invierno en Europa


Hacia el mes de noviembre me dirigí, con sombrero,
enguantado.
Era invierno, en el país de Francia.

No fui a buscar razones, ni la verdad ni la sombra.

Lo primero que hallé fue una señora frágil
que volvía de Chile, fatigada:
en un camino cerca de Isla Negra
un tal Montiel (que lo parta un rayo)
casi la sucumbió con su automóvil.

Ahora con su bello rostro levantino, afilado
por el dolor, sus ojos
aún viajaban conmigo como dos lámparas negras:
siguieron encendidos a través del invierno.

Nadie ha viajado como yo por la bruma
entre las últimas hojas doradas
y al cielo frío y blanco, conducido
por dos ojos de dama moribunda-

Solo la hiedra pertinaz
conservaba su triste grito verde
subiendo desde el suelo por los árboles:
los bosques eran solo líneas secas
que se desvanecían en la bruma.

Yo buscaba las letras del nombre de noviembre.


Nace un día


Era de ventana cerrada el día,
era de noche aún, era de piedra
cuando fui despenando,
cuando fue despertando
el sonido de aquél, del cada día,
el sonido del sol,
y me di cuenta, casi aún dormido,
que yo era la campana de color,
el despertar amarillo.


El campanario de Authenay


Contra la claridad de la pradera
un campanario negro.

Salta desde la iglesia triangular:
pizarra y simetría.

Mínima iglesia en la suave extensión
como para que rece una paloma.

La pura voluntad de un campanario
contra el cielo de invierno.

La rectitud divina de la flecha
dura como una espada

con el metal de un gallo tempestuoso
volando en la veleta.

(No la nostalgia, es el orgullo
nuestro vestido pasajero

y el follaje que nos cubría
cae a los pies del campanario.

Este orden puro que se eleva
sostiene su sistema gris

en el desnudo poderío
de la estación color de lluvia.

Aquí el hombre estuvo y se fue:
dejó su deber en la altura,

y regresó a los elementos,
al agua de la geografía.

Así pude ser y no pude,
así no aprendí mis deberes:

me quedé donde todo el mundo
mirara mis manos vacías:

las construcciones que no hice:
mi corazón, deshabitado:

mientras oscuras herramientas,
brazos grises, manos oscuras

levantaban la rectitud
de un campanario y de una flecha.

Ay lo que traje yo a la tierra
lo dispersé sin fundamento,

no levanté sino las nubes
y solo anduve con el humo

sin saber que de piedra oscura
se levantaba la pureza

en anteriores territorios,
en el invierno indiferente.)

Oh asombro vertical en la pradera
húmeda y extendida:

una delgada dirección de aguja
exacta, sobre el cielo.

Cuántas veces de todo aquel paisaje,
árboles y terrones

en la infinita estrella horizontal
de la terrestre Normandía,

por nieve o lluvia o corazón cansado,
de tanto ir y venir por el mundo,

se quedaron mis ojos amarrados
al campanario de Authenay,

a la estructura de la voluntad
sobre los dominios dispersos

de la tierra que no tiene palabras
y de mi propia vida.

En la interrogación de la pradera
y mis atónitos, dolores

una presencia inmóvil rodeada
por la pradera y el silencio:

la flecha de una pobre torre oscura
sosteniendo un gallo en el cielo.


País


Yo vivo ahora en un país tan suave
como la piel otoñal de las uvas:
verde blanco y violeta es este tiempo:
el sol se fue hace rato y no regresa:
los árboles desnudos se dibujan
levantando el fulgor penúltimo en sus copas:
la voz de los poetas corre por las alfombras:
nada se clava en tus ojos para herirte:
nadie desobedece a la dulzura.

Yo habito ahora la delicadeza
de grandes ríos inmóviles, de riberas
pintadas por los años más ciaros y tenaces:
todos los dramas se terminaron antes:
las guerras se enterraron por un pacto
entre el honor y el olvido:
nadie tiene derecho al martirio ni al hambre:
hay que entrar a la casa dorada del otoño.


La morada siguiente


Volviendo a la madera, por el mes del frío,
en diciembre, en Europa, con el sol
escondido, enfundado en su ropaje
de nube y nieve, me esperaba
la morada siguiente:
grandes ventanas hacia el agua inmóvil
y grandes vigas amigas del humo.

Tal vez me destinó o me destinaron
entre tantos quién sabes
a esta penúltima vez, a esta enramada
de árboles milenarios que murieron
y otra vez verticales
levantaron con piedras y con pájaros
y árboles despojados por el frío
esta casa, este espacio
para que el viejo errante se durmiera
sabiendo que temprano la mañana
blanca, de nieve, es verdadera,
sin ciudad, en un pobre caserío:
la mañana desnuda está entreabierta
como una fruta fría y verdadera.

La verdad tiene rostro:
de agua y madera son sus ojos,
de nieve son sus dientes:
sonríe al sol celeste y a la lluvia:
hay que buscarla:
el cuerpo de la vida se desliza
entre un amanecer de infancia, lejos,
camas y cines, trenes,
salas de clase, fábricas, hoteles,
oficinas, cuarteles,
y entre ir y volver se va la vida
escondiendo los pies y la mirada.

Por eso hay que pararse, de repente,
oler la piedra, tocar la madera,
atravesar la escarcha:
establecer por fin nuestra evidencia:
existir sin razones ni sentido
en esta desnudez de la mañana
que ya la tarde vestirá de negro.

(Aquí entre la madera y la madera
rodeado de silenciosa pureza
siento el espacio una vez más seguirme
y circundarme, abierto
hasta tal vez el mar, tal vez el cielo,
en el centro de un círculo habitado
por troncos sin follaje, por las líneas
que el invierno dibuja, por el vuelo
rápido y seco de unas aves grises,
yo vuelvo a ser, vuelvo a reconocerme,
estático tal vez, no sin fatiga,
pero fresco y metálico,
seguro de ser árbol y campana.)


Fuga de sol


Hacia países donde crece la mostaza,
regiones rubias, vegetales, ácidos,
debemos ir, nosotros, los dormidos,
a contagiarnos: es hora, AiiLonicio,
de cambiar el papel ferruginoso
que nos impuso el día en que nacimos,
aquel día de hierro,
aquella estrella de carbón quemado
que nos dio nacimientos y dolores:
ay hacia el sol picante, hacia la dicha
llevemos nuestros corazones negros:
ya es hora de ir descalzos
a pisar las cebollas,
los berros, los nenúfares:
alguna vez hay que dejar de ver
el mundo con mirada mineral
y prosternarse ante la sencillez
de la vida más verde que alcancemos.


Primer invierno


Yo observo el día como si lo criara,
como sí yo lo hubiera dado a luz
desde que llega, oscuro, a mi ventana
como un pájaro negro
hasta que convertido en nieve y luz
palpita apenas: vive.

Vive el sol indeciso: es su destino
aclarar estos árboles desnudos,
tocar el agua inmóvil,
gravitar sin medida, sin lenguaje,
sin peso, hasta que la boca
del cielo se lo traga
sin que destellen a la luz del frío
las plumas que volaron desde ayer
hasta volver mañana a mi ventana.


El mismo siempre


De las melancolías que consumí hasta llegar a joven
me dejé para mí, como un coleccionista, las mejores tristezas,
aquellas sin ton ni son, las inseparables del alma,
las que se parecen al vapor de la mañana de abril en los árboles.

No son exactamente residuos de la edad
aquellas nubes desgarradoras, aquellas amapolas amargas
sino más bien el complemento terrenal de la vida:
el corazón deshabitado que siente un ruido oscuro
como si entrara el viejo viento después de la lluvia
por una ventana que sin explicación alguna, se quedó sin cerrar.

Porque si separamos los verdaderos maleficios, los golpes
que destrozaron vísceras o vértebras, si pudimos
apartar la desdicha, la aflicción, el tormento,
así como la envidia, los celos, la agresión,
guardamos las raíces del llamo pasajero,
esta niebla mojada por la melancolía
como una duradera sustancia inseparable,
rechazo, condición de la energía.

Así pues yo me envuelvo en mi destino
sin extraviar aquella capa recalcitrante,
honor de la desnuda primavera,
y seguro de ser, firme en mí duración,
inextinguible, vivo mis besos más antiguos,
tengo aún en los labios un sabor
a luna llena errante, la más lejana, aquella
que viajaba en el cielo como una novia muerta
en la noche salvaje de Temuco.


No sé cómo me llamo


Hasta cuándo este yo, me preguntaba a todos,
qué cansado está uno
de ser el mismo ser, con nombre y número,
con un silencio nuevo
de olvidado reloj o de herramienta
de empuñadura usada por la mano.

La muerte cae
sobre la identidad y al fin descansan
no solo las rodillas y las venas
sino este nombre nuestro
tan traído y llevado y escupido
como un pobre soldado
medio muerto entre el barro y la batalla.

Yo recuerdo aquel día
en que perdí mis tres primeros nombres
y las palabras que pertenecían
a quién? a mí? o a los antepasados?

Lo cierto es que no quise cuenta ajena
y creí inaugurarme:
darme apellido, nombrarme a mí mismo
y crecer en mi propia levadura.

Pero así entre dulzura y ajetreo
el cuerpo largo, el rayo intermitente
de la vida
se deslizó gastando mi cintura
y encontré que ya todos me llamaban,
todos le arremetían a mi nombre:
algunos lo arañaban
en el senado con escarbadientes,
otros agujereaban mí estatura
como si yo fuera hecho de queso:
no me sirvió mi máscara nocturna,
mi vocación silvestre.
Y me sentí desnudo
después de tantas condecoraciones,
listo para volver de donde vine,
a la humedad del subsuelo.

No hay piedad para el hombre entre los hombres,
y aunque escondas los ojos serás visto,
oído aunque no hables,
no serás invisible,
no seguirás intacto:
tus nombres te delatan
y te muerden tos dientes del camino.


Felicidad


Sin duda, sí, contesto
sin que nadie pregunte y me pregunte:
lo bueno es ya sin interrogaciones,
sin compromiso, responder
a nuestra sombra lenta y sucesiva.

Sí, en este tiempo mío, en esta historia
de puerta personal, acumulé
no el desvarío sino la nostalgia
y la enterré en la casa de cemento:
duelo o dolor de ayer no me acompañan
porque no solo se mueren los huesos,
la piel, los ojos, la palabra, el humo,
sino también el llanta devorado
por las sesenta bocas de la vida.

Así de lo que de uno en otro sitio
guardé -tristeza o súbita amargura-
la devolví cual pesca temblorosa
al mar, al mar, y me acosté desnudo.

Ésta es la explicación de mi ventura:
yo tengo el sueño duro de la piedra.


El cobarde


Y ahora, a dolerme el alma y todo el cuerpo,
a gritar, a escondernos en el pozo
de la infancia, con miedo y ventarrón:
hoy nos trajo el sol joven del invierno
una gota de sangre, un signo amargo
y ya se acabó todo: no hay remedio,
no hay mundo, ni bandera prometida;
basta una herida para derribarte:
con una sola letra
te mata el alfabeto de la muerte,
un solo pétalo del gran dolor humano
cae en mi orina y crees
que el mundo se desangra.

Así, con sol frío de Francia, en mes de marzo,
a fines del invierno dibujado
por negros árboles de la Normandía
con el cielo entreabierto ya al destello
de dulces días, flores venideras,
yo encogido, sin calles ni vitrinas,
callada mi campana de cristal,
con mi pequeña espina lastimosa
voy sin vivir, ya mineralizado,
inmóvil esperando la agonía,
mientras florece el territorio azul
predestinado de la primavera.

Mi verdad o mi fábula revelan
que es más tenaz que el hombre
el ejercicio de la cobardía.


Al frío


Frío en la cara entre árboles sin hojas
por caminos brillantes
de hora blanca y escarcha matutina!

Frío de manos puras, corazón salvaje
gritándome en los ojos
un grito que no ahoga
la inmóvil ecuación
que el cielo y la pradera establecieron:
la doctrina infinita del invierno:
luz reprimida en la extensión del día
blanco como un pez muerto:
solo el frío es acción: el frío vive.

Ay, acaricia aún la tierra
antes que la visita del verano
imponga su letárgica amapola!
Saca el cuchillo y que restalle
tu escalofrío eléctrico
sobre cuerpos cobardes
y almas acurrucadas en el sueño!

Oh frío, ala de piedra,
recóbrame,
devuélveme
tu copa de energía y amenaza,
lo que el placer o la ternura roban:
tu frente a frente dándome en los ojos,
viral, mortal, indómito enemigo!


Donde se escoge el pasado


Es hacia atrás este hoy, hacia el recuerdo,
hacía un tal vez, hacia un no fue tal vez
con todo lo que en el pasado se pierde:
aquel anillo, aquel aroma, aquella
dulzura sin palabras que perdimos.

Porque si yo me pongo a recordar
voy sin saber por una casa oscura
sin mirada, perdido en antesalas,
corredores, paredes, dormitorios
y ya no hay nadie, todo sigue oscuro,
alguien se fue de mis recuerdos
y no salgo de aquella oscuridad:
no tengo arte ninguno
que me devuelva con exactitud
un corazón, un cuerpo que me amó.

Por eso, de lo que así recojo,
sí se trata de ayer,
mis manos buscan bosques o guitarras
o tambores de tristes fiestas que se olvidaron
o serenatas largas de la lluvia
en un puerro, en el desembarcadero
sin que tampoco yo esperara a nadie
ni me fuera a embarcar a parte alguna.

Lo que me pasa o pasa es que este ayer,
este anteayer hacia el que salgo
como a entrar a un mercado que no existe
no tiene personajes ni manzanas,
se fueron todas, todos los que entraban:
los que salían no volvieron más
como si hubiera un agujero, un pozo
al que saliendo de anteayer a hoy
fueron cayendo todos uno a uno.

Así pues ya no acostumbro, ahora,
entrar en calles desaparecidas
alcoba por alcoba, a buscar muertos
o mujeres borradas por la lluvia:
no hay pasado en aquellos edificios:
vuelven las redes desde el mar vacío:
las ciudades trituran sus recuerdos
en el hacinadero del olvido
y nadie deja un beso en el desván:
los ascensores lo molieron todo
machacando con solo es de molino
el tiempo tristemente derramado.

En cambio en aquel sitio
sin nadie, con océano y arena,
perdido, con mi traje
de soledad, mirando
sin ver, lo más lejano
en la distancia que borra las flores,
allí soy, continuo,
como si el tiempo hubiera detenido
en lo remoto mi fotografía
apasionada en su inmovilidad.


 


El sobreviviente saluda a los pájaros


Fundé con pájaros y gritos de sol la morada:
temprano a la hora del manantial, salí al frío
a ver los materiales del crecimiento: olores
de lodo y sombra, medallas que la noche dejó
sobre los temblorosos follajes y la hierba-

Salí vestido de agua, me extendí como un río
hacia el horizonte que los más antiguos geógrafos
tomaron como final del presupuesto terrestre:
yo fui entre las raíces, bañando con palabras
las piedras, resonando como un metal del mar.

Hablé con el escarabajo y aprendí
su idioma tricolor, de la tortuga
examiné paciencia convexa y albedrío, encontré
un animal recién miniado al silencio:
era un vertebrado que venía de entonces,
de la profundidad, del tiempo sumergido.

Tuve que reunir los pájaros, cercar
territorios a fuerza de plumajes, de voces
hasta que pude establecerme en la tierra.

Si bien mi profesión de campana
se probó a la intemperie, desde mi nacimiento
esta experiencia fue decisiva en mi vida:
dejé la tierra inmóvil: me repartí en fragmentos
que entraban y salían de otras vidas,
formé parte del pan y la madera,
del agua subterránea, del fuego mineral:
tanto aprendí que puse mi morada
a la disposición de cuanto crece:
no hay edificación como la mía en la selva,
no hay territorio con tantas ventanas,
no hay torre como la que tuve bajo la tierra.

Por eso, si me encuentras ignominiosamente
vestido como todos los demás, en la calle,
si me llamas desde una mesa en un café
y observas que soy torpe, que no te reconozco,
no pienses, no, que soy tu mortal enemigo:
respeta mi remota soberanía, déjame
titubeante, inseguro, salir de las regiones
perdidas, de la tierra que me enseñó a llover,
déjame sacudir el carbón, las arañas,
el silencio: y verás que soy tu hermano.



NOTA DECLARATORIA


El año 1971 fue muy cambiante para mis costumbres. Por eso y por no aparecer enigmático sin razón esencial dejo constancia de desplazamientos, enfermedades, alegrías y melancolías, climas y regiones diferentes que alternan en este libro. Algo fue escrito entre isla Negra y Valparaíso, y en otros caminos de Chile, casi siempre en automóvil, atrapando el paisaje sucesivo.
También en automóvil muchos otros poemas fueron escritos en otoño e invierno por los caminos de la Normandía francesa.

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