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Neruda

ELEGÍA

Elegía
[1971-1972]


Qué se llevó Lacasa?
Benéfica ironía, rectitud
de nacimiento y de conocimiento:
su anterior compañía de Madrid,
el secreto heroísmo
de un corazón cansado!
Ay compañero muerto!

Caminando de nuevo,
despuntando el invierno y la aspereza
del campo, espinas, zarzas, cordilleras,
en mi patria espinosa,
recuerdo a Alberto y su cara de cóndor,
el escultor dé manos de metal
que hizo de las substancias despreciadas,
esparto, hierros rotos, paíos muertos,
un poderoso Reino..

Allí en Moscú, bajo la nieve,
yace el duro esqueleto toledano
de mi buen compañero. Compañero!

Qué perdí, qué perdimos
cuando Nazim cayó como una torre,
como una torre azul que se desploma?

Si me parece a veces
que el sol fue con él porque era el día,
era Nazim un gran día dorado
y cumplió su deber de amanecer
a pesar de cadenas y castigos:
Adiós, resplandeciente compañero!

Savích suavísimo entre San Basilio
y las viviendas del Aeroport,
o en el barrio de Arbar, aún misterioso,
trasvasijando mi chileno vino
al cuero de tambor de su lenguaje.
Savich, contigo se perdió la abeja
de oro,
que fundó allí la miel de mi colmena!
Mí suave amigo, camarada puro!

Ahora, mientras voy
pisando una vez más mi propia arena,
Ilyá Grigórievich, el arrugado,
el hirsuto Ehremburg, ha vuelto a verme
para burlarse un poco de mi vida
y dándome la luz a su manera,
entre desilusión, severidad,
firmeza, desaliento, valentía,
y además, tanto más, su generosa
dacha, su corazón inexorable
como una vieja espada
en cuva empuñadura cinceló
una rosa de Francia
como un amor sacrilego y secreto.
Ay incómodo amigo,
ay hermano mayor, voy caminando
sin tu áspera ternura,
sin la lección de tu sabiduría!

Una lágrima ahora
por otro más, por otro, campanero
éste, de cascabel y campanario,
loco de carcajada,
inventor soberano
de circo mágico y de poesía,
Kirsánov, Sioma, hermano
cuya muerte recién, hace diez horas
supe, diez horas sin creer,
sin aceptar, tan lejos, aquí, ahora,
esta noticia fría,
esta muerte de uñas heladas
que apretó hasta callar su claro canto.

Él era mi alegría,
mi pan alegre, la felicidad
del vino compartido
y del descubrimiento
que iba marcando con su minutero:
la gracia fabulosa
de mi buen companero cascabel.

Ay, sí, ya sin sonido,
enterrado, robándose al silencio
para siempre con su chisporroteo
y su reverberante poesía,
algo que era mi parre de la fiesta,
mi copa, la que no levantaré
hoy en la sombra de mi compañero,
en el silencio de mi compañero,
en la luna quebrada que derrama
llanto, llanto de nieve
sobre la tumba de roí compañero.

Moscú, dudad de grandes alas,
albatros de la estepa,
con el nido del Kremlin corruscante
y San Basilio y su juguetería,
ciudad también de alma rectangular,
de barrios infinitamente grises,
cubos recién salidos de la usina
y serpenteando como un brazo armado
el río
en la cintura de la fortaleza.

Ciudad más silenciosa y poderosa
tal vez, en su vejez de estrella gótica,
tal vez en el recóndito dominio
de catedrales encaracoladas
de medio puntos que se rebajaron
hasta agachar las duras estaturas
del zar Iván y Stalin el terrible,
centro del tiempo a veces sumergido
y otras veces rail alto y cenital
que se divisa por toda la cierra:
antiguas piedras, santos verticales,
templos oscuros como cárceles,
cúpulas de pezones dorados,
salas de baile blancas donde flotan
nombres condecorados que cayeron
como claveles rojos en la guerra:
y una energía ardiente y silenciosa
como una hoguera debajo del mar.



Si bien más de un dolor, congoja, duelo,
terror, noche, silencio, recogieron
en esta amarga calle la sustancia
de la época maldita,
la calle no recuerda,
ni tampoco la sangre
de la desenfrenada guerra
guarda sus manchas, no.
La calle de Moscú está siempre nueva,
recién abierta,
y vive la frescura
en el arsenal de la aurora.

Viven rocío, nieve, luna, lluvia
sobre calles y techos y trabajos,
sobre el sueño del hombre:
viva lo que nació y su crecimiento!

Salve, ciudad de la marea humana
que tiembla y desarrolla
sus básicas banderas,
sus flores de metal, su espacio vivo!

Salve Moscú entre las ciudades,
ola del universo,
canal de este planeta!

Con la primera nieve
de la Revolución, la nieve roja,
la pintura se fue con sus naranjas.
Vivió desenredando
sus cubos prodigiosos
en Berlín, en París, en Londres negro,
maduró en rodas partes en su exilio,
iluminó con su contacto eléctrico
los muros extranjeros,
todo fue anaranjado
por la imaginería
de judíos y rusos transmigrados
que hicieron relucir otras estrellas.

Mientras tanto Moscú guardó en su caja,
en el Manege de las caballerizas,
una pintura muerta, los desvanes
de la pequeña burguesía, los
retratos de héroes y caballos
tan delicadamente bien pintados,
tan heroicos, tan Justos, ran sagrados
como estampas de libros religiosos
en antesalas de hospital, gastados
por la rutina de pintores muertos
que continuaron vivos todavía.

Ay, pero la pintura
transmigrante, irreal, imaginaria,
la naranja central, la poesía,
volverá a su morada maternal,
a su casa de nieve.



Alberto, el toledano,
entre árbol y escultor, cara de hueso,
llegó de aquel exilio
procesional de España y de sus guerras,
y aquí otra vez viví con sus quimeras:
su monumento a la Bandera Roja,
aguja heroica, obelisco futuro,
creyó ver en la Plaza de Moscú
clavando hasta la altura de la gloria
el triunfo gigantesco.

Pero el falso realismo
condenó sus estarnas al silencio,
mientras abominables, bigotudas
estatuas plaieadas o doradas,
se implantaban en plantas y jardines.

Volví a hablar como ayer, como en España
con él, con sus fantasmas toledanos.

Mi grande Alberto, hambriento
de su dura Castilla natalicia,
fabulador, mitólogo, magnético,
inventor de las formas, panadero,
por qué tu te tenías que morir,
tú también con tu cara de martillo
y tu gran corazón de pan silvestre?

Y también tú, ciudad rectangular,
inaceptable y lógica, nacida
del apresuramiento y de la guerra,
brotada del cemento renacido
y de tanta ceniza ensangrentada,
ciudad excelsa de la gloria pura
y de ridículas edificaciones,
altas como pasteles para el cielo,
y sin embargo existes,
oh pululante, oh palpitante vida,
oh ciudad del milagro
que agrega vidas a todas las vidas
y crece como selva rápida,
como aparición colectiva,
porque es verdad que son más bellos
el techo, la pared, la cerradura,
que el arco iris de siete colores
donde no puede vivir nadie.

Yo llegué cuántas veces
a la amistad
y a los fríos hóceles
siempre desinfectados
hasta que me quedé por muchas veces
en el antiguo Nacional mullido
como poltrona suave:
el siglo diecinueve
iluminó con velas sus espejos,
sus mármoles, sus ángeles dorados,
sus techados con ninfas pudorosas
hasta aquel día en que un pequeño barbudo,
empapelado por las nuevas leyes,
dictó desde esta misma habitación
decretos para que sol y luna,
acero, trigo, escuelas,
se vieran nuevas en el mundo:

Lenin limpió la vida
del planeta,
verificó el desorden existente
y contó cada cosa para no perder nada:
solo lo muerto fue a la tumba
y solo el mal se escondió en el pasado;

Moscú a través de sus padecimientos
instauró la limpieza de la historia
mientras como una baraja de colores
el Kremlin esparció sus viejas cartas,
sus antiguos secretos,
y la revolucionaria primavera
entró a sentarse en sus habitaciones.

Las palomas visitaron a Pushkin
y picotearon su melancolía:
la estatua de bronce gris habla con las palomas
con paciencia de bronce:
los pájaros modernos
no le entienden,
es otro ahora el idioma
de los pájaros
y con briznas de Pushkin
vuelan a Mayakovski.


Parece de plomo su estatua,
parece que estuviera
hecha de balas:
no hicieron su ternura
sino su bella arrogancia:
si es un demoledor
de cosas tiernas,
cómo pudo vivir
entre violetas,
a la luz de la luna,
en el amor?

Algo les falta siempre a estas estatuas
fijas en la dirección del tiempo
o ensartan puntualmente
el aire con cuchillo militar
o lo dejan sentado (como a Gogol)
transformado en turista de jardín,
y otros hombres, cansados del caballo,
ya no pudieron bajar a comer.
En verdad son amargas las estarnas
porque el tiempo se queda
depositado en ellas, oxidado,
y aunque las flores llegan a cubrir
sus fríos pies, las flores no son besos,
llegan allí también para morir.

Palomas blancas, diurnas,
y poetas nocturnos
giran alrededor de los zapatos
de Mayakovski férreo,
de su espantoso chaquetón de bronce
y de su férrea boca sin sonrisa.

Yo alguna vez ya tarde, ya dormido,
en ciudad, desde el río a las colinas,
oí subir los versos, la salmodia
de los recitativos recitantes.
¿Vladimir escuchaba?
¿Escuchan las estatuas?


Parecía furioso,
su gesto no admitía verso alguno:
tal vez la estatua es concha, caracola
de mármol, bronce o piedra
de un animal herido que se fue
y dejó este vestigio congelado,
un ademán, un movimiento inmóvil,
el despojo del alma.

Hay una hora cuando cae el día,
la primera advertencia de ceniza,
la luz sacude su cola de pez,
el agua seca del atardecer
baja desde las torres:
pienso que es hoy
cuando debo pasear
solo por estas calles,
dejar la arteria Gorki, disiparme
como un aparecido transparente
en el viejo Moscú de las callejas
que aún se sostienen, isbas
con ventanas de marcos de madera
cortadas por tijeras celestiales,
por manos campesinas,
casas de color rosa y amarillo,
verde inocente, azul de ojos de ángel,
casas angelicales
salidas como brota la legumbre
de las tierras honradas:
viejo Moscú de iglesias minúsculas,
cúpulas con caderas de oro,
humo antiguo que vuela
desde las chimeneas
y las antenas de televisión.

Evtuchenko es un loco,
es un clown,
así dicen con boca cerrada.
Ven, Evtuchenko,
vamos a no conversar,
ya lo hemos hablado todo
antes de llegar a este mundo,
y hay en tu poesía
rayos de luna nueva,
pétalos electrónicos,
locomotoras,
lágrimas,
y de cuando en cuando, hola!
arriba abajo!
tus piruetas, tus altas acrobacias.
Y por qué no un payaso?

Nos faltan en el mundo
Napoleón, un clown de las batallas
(perdido más tarde en la nieve),
Picasso, clown del cosmos,
Bailando en el altar
de los milagros,
y Colón, aquel payaso triste
que humillado en todas las pistas
nos descubrió hace siglos.

Solo al poeta no quieren dejarlo,
quieren robarle su pirueta,
quieren quitarle su salto mortal.

Yo lo defiendo
contra los nuevos filisteos.
Adelante Evtuchenko,
mostremos en el circo
nuestra destreza y nuestra tristeza,
nuestro placer de jugar con la luz
para que la verdad relampaguee
entre sombra y sombra.
Hurrah!
ahora entremos,
que se apague la sala y con un reflector
alúmbrennos las caras
para que así puedan ver
dos alegres pájaros
dispuestos a llorar con todo el mundo.

Los vivos, aún vivientes,
el amor del poeta de bronce,
una mujer más frágil que un huevo de perdiz,
delgada como el silbido del canario salvaje,
una llamada Líly Brik es mi amiga,
mi vieja amiga mía. No conocí su hoguera:
y solo su retrato en las cubiertas
de Mayakovski me advirtieron
que fueron estos ojos apagados
los que encendieron púrpura soviética
en la dimensión descubierta.

Aquí Lily, aún fosforescente
desde su puna dito de cenizas
con una mano en todo lo que nace,
con una rosa de recibimiento
a todo golpe de ala que aparece,
herida por alguna tardía pedrada
destinada hoy aún a Mayakovskí:
dulce y bravia Lily, buenas noches,
dame otra vez tu copa transparente
para beber de un trago y en tu honor
el pasado que canta y que crepita
como un ave de fuego.

Detengámonos, debo dejar un beso
a Akmadúlina: éste es el café, está oscuro,
no hay que tropezar con las sillas:
allí, allí en aquel rincón brilla su pelo,
su bella boca está encendida
como un clavel de Granada
y no es de lámparas aquella luz azul
sino los ojos de la irracional,
de la pantera que sale del bosque
mordiendo un ruiseñor,
es ella que, a la vez
rosa del destino, cigarra de la luna,
canta lo incomprensible y lo más claro,
se hace un collar de mágicas espinas
y no está cómoda en ninguna parte
como una sirena recién salida del mar
invitada a nadar en el desierto.

La nieve sobre el techo bajo mi ventana
y sobre el árbol de follaje negro
dividiéndolo en dos, sobre las calles
un resplandor: se han llevado la nieve.

Más lejos, por sembrados y caminos,
por estepas, por cauces, cementerios,
sobre tantos dormidos o afiebrados
o fatigados, sobre regimientos,
hospitales, escuelas, la blancura,
la fría rosa blanca deshojada,
tan infinitamente silenciosa,
jugando apenas seriamente pura
o revoloteando un dulce baile
o rápidas, mortales, deslizándose
como puntas de estrellas asesinas
caen a tierra a hundirse y a morir:
pluma a pluma acumulan el silencio
hasta que sobre sábana nevada
yace la noche que cayó a la estepa,
la torre desgranada de la altura.

Lo sé, lo se, con muertos no se hicieron
muros, ni máquinas, ni panaderías:
tal vez así es, sin duda, pero
mí alma no se alimenta de edificios,
no recibo salud de las usinas,
ni tampoco tristeza.

Mi quebranto es de aquellos
que me anduvieron, que me dieron sol,
que me comunicaron existencias,
y ahora qué hago con el heroísmo
de los soldados y los ingenieros?
Dónde está la sonrisa
o la pintura comunicativa,
o la palabra enseñante,
o la risa, la risa,
la ciara carcajada
de aquellos que perdí por esas calles,
por estos tiempos, por estas regiones
en donde me detuve y continuaron
ellos, hasta terminar sus viajes?

En ciertas aguas, en un territorio,
puerto, ciudad, campiña,
allí cierta ternura
nos esperaba o se reconstruyó.
Y la pregunta para todo humano
es saber si se agota el mineral,
esa condición del alma,
si persiste después como raíz,
como bloque enterrado.
o si se fue con los que ya se fueron.

Si lo que queda aún en los rincones
de los sobrevivientes
está ya preparado para irse,
así sin despedirnos,
y entonces, cómo llegar y estrellarse
con las máscaras nuevas,
con palabras veloces
que vuelan resbalando en nuevas calles,
en nuevos laberintos?
El tiempo nos había acostumbrado
a este rostro, a estos ojos amarillos,
a esta razón, a este padecimiento,
y si ahora no están, cómo aprender
de nuevo el alfabeto de la vida?

Tal vez no nos despiertan
y seguimos
durmiendo en la hora dormida,
y rechazamos
lo que continua,
la planta irrevocable
que persiste y que crece;
bien, es verdad, y qué hay con ello?

Por qué aceptar lo que no sustituye
al agua pura, al vino de la viña,
al pan profundo que era nuestro pan,
a las presencias insignes o impuras
que eran nosotros mismos y no están,
y no es porque están muertas,
sino porque no están, y no hay remedio.

Porque una cosa es que en libro y losa
graben los nombres, brillen o se apaguen.
No es eso, no, no se trataba de eso,
de la inmortalidad descascarada,
se trata de personas personales
con lo que amaban y lo que comían,
cada uno diverso, replegado
en su silencio o en su intensidad.

Y no echaré de menos ni de más,
no la importancia, sí la circunstancia,
el debe y el haber es cosa de otros,
de los encarnizados pertinaces,
yo quiero de ellos lo que no fue nada,
un llegar a la casa en que respiras
y no es solo aquel hombre y su mujer
sino aquel aire, y no decirse nada
para entenderse sobre lo imposible.

La noche queda fuera del Aragby
como un mujik a quien no dejaron entrar
y ronda fascinado por risas y shashlik.

Que se diga de mí que fui un poeta
de la generación del Resta uranr Aragby:
pertenezco al aroma del corderillo asado,
mi poesía a veces es como coles rojas
o como el vino en taza georgiana.

Yo, pecador en todo régimen,
con comedores de regiones remotas,
turcomanos, kirghises, caucásicos pastores,
me determino cantor y carnívoro:
me alborozan los cuerpos y la música,
la alegría profunda del estómago,
la voz de los sonámbulos violines.

Aquí el cristal es agua dura
de los monees soviéticos, este leño,
este acero nupcial de los cuchillos,
esta parábola de las cucharas,
este pan que florece como rosa,
estas trucas moradas, el arroz
que se multiplicó como la luz,
todo lo crea y lo reparte un pueblo,
un octubre difícil y desnudo
que asumió una verdad desconocida
que creció tan fragante y numerosa
que se extendió hasta todos los hambrientos
llenando el mundo de panaderías.

Muchas veces nevada
la Plaza Roja, o limpia
al sol, abierta, bajo los ladrillos
anaranjados de los viejos muros.

El sepulcro
de oscura piedra roja
tiene como una almendra el cuerpo frágil
de un hombre, y hace bien la piedra dura
resguardando la frente de marfil,
las delicadas piernas y los pies
que cambiaron los pasos de la historia,
y allí vienen de lejos a mirarlo
como sí alguna estrella de la noche
aquí recién caída sostuviera
al frágil constructor de la grandeza,

Ay, aquí tanta sangre, tanta guerra,
y cuánta seriedad, cuánta alegría!
¿Qué llevaban los ríos? Nieve y sangre.
¿Y qué eran las ciudades?
Solo ceniza y humo.
Y aun así, desde sus destrucciones,
surgía la metralla,
relampagueaban los héroes.

Luego, adentro de Stalin,
entraron a vivir Dios y el Demonio;
se instalaron en su alma,
Aquel sagaz, tranquilo georgiano,
conocedor del vino y muchas cosas,
aquel capitán claro de su pueblo
aceptó la mudanza:
llegó Dios con un oscuro espejo
y él retocó su imagen cada día
hasta que aquel cristal se adelgazó
y se llenaron de miedo sus ojos.
Luego llegó el Demonio y una soga
le dio, látigo y cuerda.
La tierra se llenó con sus castigos,
cada jardín tenía un ahorcado.

Cómo a la rectitud de tu doctrina
subieron estas curvas de serpiente
hasta que miedo y crimen se anudaron
y toda claridad fue exterminada?
Aún quedan semillas del dolor!
Tiempo maldito, entiérrate en su rumba!
Que nunca más la tierra deje entrar
la materia de dioses o demonios
al corazón de los gobernadores;
que no se muestre el cielo individual
o el caprichoso infierno solitario:
pégale con la piedra del Partido,
pícalo con la abeja colectiva,
rompe el espejo, córrale la soga,
para que en el jardín triunfe la rosa.

Aire de Europa y aire de Asia
se encuentran, se rechazan,
se casan, se confunden
en la ciudad del límite:
llega el polvo carbónico de Silesia,
la fragancia vinícola de Francia,
olor a Italia con cebollas fricas,
humo, sangre, clavetes españoles,
todo lo trae el aire, la ventisca
de tundra y taiga bailan en la estepa,
el aire siberiano, fuerza pura,
viento de astro silvestre,
el ancho viento que hasra los Urales
con manos verdes como malaquita
plancha los caseríos, las praderas,
guarda en su centro un corazón de lluvia,
se desploma en arcángeles de nieve.

Oh línea de dos mundos que palpitan
desgarradoramente, ostentatorios
de lo mejor y de lo venenoso,
línea
de muerte y nacimiento, de Afrodita
fragante a jazmineros entreabiertos
prolongando su esencial divinidad
y el trigo justiciero de este lado,
la cosecha de todos, la certeza
de haber cumplido con el sueño humano:
oh ciudad lineal que como un hacha
nos rompe el alma en dos mitades tristes,
insatisfechas ambas, esperando
la cicatrización de los dolores,
la paz, el tiempo del amor completo.

Porque yo, clásico de mi araucanía,
castellano de sílabas, testigo
del Greco y su familia lacerada,
yo, hijo de Apollinaire o de Petrarca,
y también yo, pájaro de San Basilio,
viviendo entre las cúpulas burlescas,
elaborados rábanos, cebollas
del huerto bizantino, apariciones
de los íconos en su geometría
yo que soy tú me abrazo a las herencias
y a las adquisiciones celestiales:
del mundo antiguo y de los nuevos mundos
participamos con melancolía
en la fusión de los vientos contrarios,
en la unidad del tiempo que camina.

La vida es el espacio en movimiento.

2 comentarios

jesus jose simental banderas -

ELEGIA 1971-72; inmensa, intensa, como lo es, fue y sera el Poeta de Isla Negra.
Ese año a las mazmorras de Lecumberri fui a dar !.
flacoSimental.

Carlos -

Ese poema es algo que marcó un momento en mi vida. Empezé a leer Neruda después que una amiga mexicana me lo dedicó uno de sus poemas. Este, de la Elegía, es algo de lo que estoy enamorado!